viernes, 30 de enero de 2009

Compañeros de viaje


En ese castillo que hacemos de nuestras vidas, vamos construyendo voluntaria o involuntariamente distintas dependencias donde guardamos nuestras posesiones, nuestros buenos y malos recuerdos, momentos que algunos casos cambiarán nuestra forma de vivir, formarán parte de nuestros viajes, nuestros recuerdos y experiencias. Algunos los guardaremos como un tesoro.



Y así, en una helada mañana de invierno del 2006, pasando unos días de vacaciones en el antiguo cortijo de La Cañada del Sacristán, se escucharon unos ladridos en el campo cercano a la casa, la chimenea todavía chispeaba con los rescoldos de la noche anterior, el calor empañaba los cristales acentuando todavía más el contraste en grados centígrados con el exterior.

Limpiando el vaho de la ventana pude observar un perro canela y lanudo con cara de cordero degollado, calado hasta los huesos. Buscaba con paso cansino, entre las hierbas cubiertas de escarcha, los recovecos cercanos a la casa para echarse algo a la boca, o quizás un lugar cálido para guarecerse. Su mirada triste me enterneció y no pude menos que buscar algo en la cocina que pudiera arrojarle y quedarme así con la conciencia tranquila.

Bien, pues ahí empezó una nueva historia. Erase una vez un perro abandonado por unos cazadores, o que dicen serlo, que no cumplió las espectativas cinegéticas de su amo y quedo abandonado a su suerte,…………. Bueno, a la nuestra.

Los días pasaron y el perro se acercaba día tras día a las mismas horas, recibía su ración de comida y se mantenía siempre desconfiado- con sus antecedentes no se lo reprochaba- y alejado de mí. En los días que siguieron, el perro ya tenía nombre, Locky, le llamé, pues sus espasmos de alegría cuando recibia la comida eran como si de un caballo salvaje se tratase, en esos momentos en que el jinete bien zafado trata de amansarlo. Hacíamos buenas migas.


Las sorpresas no vienen solas, y en una de esas gélidas mañanas, bajo un denso matorral cubierto de madreselva que cubría una fachada del cortijo, se escucharon suaves gemidos. La perra no se movía del lugar. Sorpresa. ¡Ya eramos familia numerosa!. Locky había tenido cinco cachorros. Entre Mª Carmen y yo les bautizamos y pasaron a llamarse: Cartucho, Blanquita, Roco, Visón y Niebla. El espectáculo para una persona de ciudad se nos antojó al principio idílico, la vida entre las flores que se abre paso a pesar de las dificultades. Disfrutamos de lo lindo viendo las cabriolas y carreras de los perritos entre los olivos, la era y las viejas encinas, siempre bajo la atenta mirada de Locky .

No tardamos en guarecerlos en el interior del cortijo, junto a los corrales y donde descansaba el viejo y util tractor naranja de cadenas Fiat 555. Un buho había descubierto tambíen que la vida se abría paso no lejos de su atalaya, un centenario olivo cercano a la camada que pronto estaría lista a dar sus primeros pasos y quizás los últimos en el difícil mundo exterior, con el buho acechando. No le dimos la oportunidad de intentarlo. Con el tiempo los perros crecieron y, a los dos meses, conseguimos buscarles un hogar con dueños convincentes, a base de carteles y visitas a centros veterinarios y de todo tipo. Locky tenía el microchip, por lo que volvió con su antiguo dueño. Ahora nos apena haberla abandonado otra vez a su perra suerte, en fín, así creímos debían ser las cosas. Al final nos quedaron dos perros, los que más nos costaba regalar, por su personalidad y simpatía, Cartucho y Blanquita.
Ahora ellos se han encargado de que volvamos a vivir la experiencia primera, por lo que nos ha quedado uno de sus vástagos, Sircan, como recuerdo del lance. Éste, definitivamente el último.

Los ladridos ahora son de ellos, te llaman al amanecer para salir a correr al campo y te reciben todos los días como si llevaran años sin verte. Te descubren en el campo escondites que sin ellos sería imposible hallar, su instinto te ayuda a observar la naturaleza de otra manera, disfrutas de sus carreras detrás de los inalcanzables conejos y liebres que sin ellos nunca verías. En los ratos de ocio, te observan tumbados, a veces atentos, mientras trabajas en el campo, eso sí, bien cobijados a la sombra de un olivo y preguntándose equivocadamente por qué a nosotros nos gusta pasar tanto calor bajo el sol.
Ellos ahora tienen también sus labores y con su presencia nos avisan de la llegada de las visitas, son los primeros en salir a recibirlos. En la noche alejan a los ciervos y jabalíes que cuando entran en la finca destrozan las flores, se comen la cosecha del huerto y secan los arboles frutales, pelándolos al rozar sus cuerpos y cornamentas.

En fín, ahora forman parte de nuestra nueva vida de campo en el restaurado cortijo donde nacieron, y donde nos hemos quedado a disfrutar, aprender, trabajar y compartir nuestras experiencias con las personas que nos quieran visitar.

A.O.S.




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